“Hay una gran desconexión entre lo que se ha demostrado científicamente y lo que la mayoría de la gente cree”. Lynn Margulis, bióloga estadounidense.
La paleoantropología, un campo científico multidisciplinar donde conviven la paleontología, la primatología, la prehistoria, la arqueología, la antropología y la biología evolutiva, tiene como objetivo principal reconstruir el pasado de la especie humana en la prehistoria.
Hasta hace unos cincuenta años la mayoría de los estudiosos dentro de esta disciplina eran hombres, lo que hizo que la interpretación de la vida de nuestros antepasados en el Paleolítico tuviera una enorme carga androcéntrica. Pese a la gran variedad de teorías y modelos de sociedad primitiva que se desarrollaron a lo largo de los años, todos compartían el aspecto de dar a la mujer un papel irrelevante en nuestro proceso evolutivo.
A partir de la década de 1960, una serie de revolucionarias y revolucionarios antropólogos comenzó a denunciar el claro sesgo de género que hasta entonces habían tenido los estudios prehistóricos. Pusieron en evidencia que, muy a menudo, la ideología, la cultura o el esquema mental del investigador prevalecen sobre los datos objetivos, lo que hace que se distorsione la actividad científica. En este caso en concreto, lo que sucedía era que los estudios se sustentaban sobre modelos patriarcales que privilegiaban a un género sobre el otro. Esta idea se sintetiza muy bien con la frase de la ensayista Adrienne Rich: “La objetividad es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina”.
En definitiva, el estudio de los homininos del paleolítico ha tratado a las mujeres como participantes pasivas del proceso evolutivo y ha tendido a ignorar su papel relegándolas a los roles de parir, alimentar y criar, dejándolas, como bien dice Carolina Martínez Pulido en el libro El papel de las mujeres en la evolución humana, “en la cuneta de la evolución humana”.
Por el contrario, el hombre ha tenido un papel [EXAGERADAMENTE] protagonista en el campo de la evolución haciéndole responsable de lo que es hoy el ser humano [OLÉ]. Un ejemplo perfecto para ilustrar esto último, es el célebre modelo [ANDROCÉNTRICO] del hombre cazador. Un modelo [INCOMBUSTIBLE Y CANSINO] que sigue muy presente en el imaginario colectivo.
Este modelo consiste en asumir que los grupos humanos de cazadores en el paleolítico estaban formados por hombres y que la actividad de la caza de grandes mamíferos les otorgó la capacidad de desarrollar una serie de habilidades físicas, como la atención enfocada o la visión espacial, cambios morfológicos como el bipedismo o el desarrollo del tamaño cerebral e innovaciones tecnológicas y sociales como la fabricación de herramientas o la creación del lenguaje. [AHÍ ES NÁ’]. Las hembras, entonces, mientras los grupos de hombres se marchaban para cazar, se quedaban en las cuevas esperando el alimento junto con sus vástagos [VAMOS, A VERLAS VENIR]. En el libro El hombre cazador (1968) los antropólogos Sherwood Washburn y Chet Lancaster comentaban “nuestro intelecto, nuestros intereses, nuestras emociones y la vida social básica son producto de la evolución debido al éxito en la adaptación a la caza”. En resumen, la caza y, por ende, el hombre lo era todo.
Pues bien, en 1975, la científica estadounidense Sally Linton Slocum publicó un revolucionario y provocador trabajo titulado La mujer recolectora: prejuicios masculinos en antropología. Linton criticó su propio campo afirmando que era fruto de “varones blancos occidentales” y afirmaba que “una teoría que no tiene en cuenta a la mitad de la especie humana está desequilibrada” y añadía que “da la impresión de que solo la mitad de la especie evolucionó: la masculina”.
El núcleo de su crítica fue poner en duda que la caza masculina hubiese sido el medio principal de subsistencia de los homininos y fijaba su atención en la importancia de la recolección de alimentos por parte de las mujeres. Antropólogos como Richard Lee, basándose en sus estudios sobre los !kung del sur de África, apoyaban la teoría de Linton Slocum afirmando que las tareas de recolección proporcionan una mayor fuente de calorías que la caza, por ejemplo.
La importancia del trabajo de Linton Slocum fue que “La mujer recolectora” se convirtió en el contrapunto feminista de “El hombre cazador” y sentaba las bases para aquellos investigadores que quisieran realizar un examen más profundo del papel femenino en las sociedades del pasado.
Con este precedente, la antropóloga Adrienne Zihlman, de la Universidad de California, desarrolló una teoría donde sostenía que el aporte vegetal en la dieta del paleolítico tuvo que haber sido muy significativo y que los humanos no podían haberse alimentado solo de carne. Asimismo, Zihlman defendía que la actividad recolectora no era una tarea insignificante, ya que requiere una considerable serie de conocimientos, destrezas y habilidades como la pericia para seleccionar plantas, frutos, raíces e insectos; la fabricación y el uso de herramientas para cortar, cavar, machacar, abrir, etc.; y una buena orientación espacial para reconocer, explorar y explotar el terreno de una forma eficaz, entre otros.
Como dice Martínez Pulido “no parece que sea incoherente admitir que en tiempos paleolíticos la importancia de la recolección tuvo que haber sido, al menos, igual de meticulosa y estratégica en su logística que la caza”.
De hecho, otra célebre antropóloga, en este caso Rebecca Bliege Bird profesora de antropología del Penn State College of the Liberal Arts, opina que las pruebas con las que hoy se cuenta convierten a la hipótesis de la caza en algo “ridículo y trasnochado” [JAJAJA ME ENCANTA].
Y todavía hay más [QUE NO DECAIGA]. En la actualidad, una teoría realmente novedosa está cobrando cada vez más solidez: las cacerías de grandes mamíferos llevadas a cabo por hombres probablemente nunca ocurrieron en realidad. Investigadores muy reconocidos hacen hincapié en que ni las pruebas científicas de índole anatómico, como la morfología de la dentadura o la corpulencia física; ni las de carácter cultural, como la posesión de armas arrojadizas eficaces, apoyan la existencia de unos poderosos cazadores varones en las sociedades primitivas.
En definitiva, como afirma Martínez Pulido “el nuevo escenario que conforman los datos más recientes nos permite constatar que identificar la caza masculina de grandes animales con el motor de la evolución humana, ha sido un producto de un imaginario sexista carente del suficiente rigor científico.”
El “gran cazador” ya es un mito de la prehistoria.
Bibliografía:
Saini, Angela. (2017). Inferior. Harper Collins.
Martínez Pulido, Carolina. (2018). El papel de las mujeres en la evolución humana. Santillana.
Yo soy muy fan de la nutrición y las teorías de nutrición evolutiva sustentan que los principales alimentos del ser humano hasta el desarrollo de la agricultura eran vegetales, frutas, huevos, pescado y pequeños mamíferos… supongo que algún día casarían algún mamut (o no, según lo último que comentas) pero era la excepción (como comer ostras o caviar hoy ). Eso también da sentido a que pintaran esas hazañas en las cuevas. En fin, que ni en el paleolítico nos libramos del neo machismo, vaya tela!
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