“El arte paleolítico es sin duda alguna el mejor camino para acceder a las culturas y el pensamiento prehistóricos y las imágenes de mujeres abundan en él” (Claudine Cohen).
En este post arqueología y antropología se unen [ESTOY MUY EMOSIONÁ] para mostraros la persistencia de la invisibilidad que nos ha acompañado a las mujeres a lo largo de los siglos.
Se trata de una recopilación de las dos colaboraciones que hemos realizado [DOS BONOBAS] @arqueo.feminismo [UNA MARAVILLOSA ARQUEÓLOGA, SI TENÉIS INSTAGRAM SEGUIDLA POR FAVOR] y yo misma (@lasbonobasblog) en Instagram. Tanto @arqueo.feminismo como yo, hemos estado de acuerdo en publicar el contenido también en el blog, de manera que llegue a más personas, y esto, a su vez, nos ha permitido ampliar el contenido de las publicaciones [TO’ PERFECTO].
Esperamos que os guste tanto como a nosotras nos ha gustado colaborar juntas. Aquí vamos.
El patriarcado ha moldeado los discursos acerca de nuestro pasado como seres humanos desde el origen de la civilización [COMO BIEN DEMOSTRÓ GERDA LERNER EN LA CREACIÓN DEL PATRIARCADO] y ha relegado a las mujeres a un segundo lugar, otorgándoles un papel estático basado en la sumisión, la abnegación y la pasividad. Como ha expuesto la arqueóloga Marga Sánchez Romero, esta manipulación del discurso histórico ha jugado un factor clave en la aceptación colectiva del patriarcado como el mejor de los sistemas de ordenación de la sociedad.
Estos relatos acerca del pasado han invisibilizado a las mujeres de todos los períodos históricos estudiados y, cuando se las ha incorporado, se ha hecho para enfatizar su carencia de habilidades o de capacidades cognitivas y racionales:
«En esos discursos históricos se considera que las mujeres poseemos un escaso control de la tecnología compleja y que sólo conocemos e innovamos en una tecnología secundaria; que poseemos capacidades limitadas para el pensamiento abstracto y la creatividad, explicando así la pretendida ausencia de genialidad o excepcionalidad de mujeres artistas, científicas o pensadoras…; que somos un grupo homogéneo con los mismos anhelos y deseos en todas partes del mundo; que tenemos un papel dependiente y pasivo en las formas de organización social, y nuestro cuerpo sólo se entiende bien a través de la reproducción o bien a través de la sexualidad» (Sánchez Romero, 2019: p. 92).
En un intento de mirar al pasado, y debido a la influencia de los estudios de Malinowski en las Islas Trobriand o los de Fortes y Evans-Pritchard, la antropología también ha contribuido a la (errónea) asimilación de las prácticas y organización política, económica y social de los pueblos primitivos[1] contemporáneos con las sociedades prehistóricas, donde muchas veces existe jerarquización sexual o una fuerte división sexual del trabajo.
Junto a ello, los discursos históricos acerca de los períodos más remotos de la humanidad, como la Prehistoria [Y PARTICULARMENTE EL PALEOLÍTICO] han sido utilizados para naturalizar “aquellas características o instituciones vigentes en la actualidad (por ejemplo, la familia monogámica y nuclear, la heterosexualidad, las clases sociales y económicas, el poder coercitivo y alienante, la propiedad privada, la competición…)” (Sanahuja Yll). Como explica la arqueóloga María Encarna Sanahuja Yll, parece que argumentar que una práctica tiene un origen remoto, prehistórico, implica asumir que se trata de una institución “natural” [INEVITABLE] y positiva también en la actualidad.
Esto ha perjudicado exclusivamente a las mujeres, porque las estructuras actuales que perpetúan nuestra opresión en la actualidad pierden, a partir de estos discursos, su carácter de construcción cultural para pasar a formar parte de la organización “natural” y “biológica” de los sexos. Ergo la destrucción del patriarcado como sistema de dominación de las mujeres pasaría a ser una realidad utópica, imposible.
Pero hoy sabemos, gracias a las aportaciones de historiadoras y arqueólogas feministas como Gerda Lerner y Almudena Hernando, que el patriarcado no es natural, sino que fue creado en el origen de la civilización. Y que, desde su creación, se ha ido adaptando y moldeando a los diversos sistemas de organización social que se han sucedido a lo largo de la historia. Por lo tanto, como creación, el patriarcado puede (y debe) ser destruido [YAS!].
“El poder patriarcal ha definido las diferencias por carencia, como en el caso de las mujeres (carencia de raciocinio, de alma, de pene), por atraso (salvajismo y barbarie frente a la civilización) por enfermedad o perversión (homosexualidad y lesbianismo) y, hoy en día, por simple diversidad” (Sanahuja Yll, 2002: 90).
El relato patriarcal del pasado ha sido clave en el mantenimiento de la subyugación de las mujeres. Tal y como afirma Marga Sánchez Romero, la Historia “nos ha minimizado y menospreciado, nos ha hecho invisibles, ha primado determinados valores que ha identificado como masculinos y ha utilizados los opuestos para definir a las mujeres” (Sánchez Romero, 2019: p. 92).
Esta manipulación del discurso histórico ha conllevado a que se hayan sucedido situaciones tan pintorescas como las acontecidas tras el descubrimiento de la famosa Dama de Baza, una mujer íbera enterrada junto a lo que tradicionalmente había sido considerado “ajuar masculino” (como panoplias de guerrero). Tras analizar la sepultura, los arqueólogos consideraron que debía tratarse de un hombre y no de una mujer, ya que lo habitual hasta entonces había sido encontrar enterramientos de estas características asociados a varones. Sin embargo, estudios posteriores han probado que se trata de una mujer. De una mujer íbera que, además, parece haber sido la fundadora de un linaje familiar.
Un caso parecido ha tenido lugar recientemente con el descubrimiento de la tumba principesca argárica (Murcia-Almería, Edad de Bronce), donde una mujer fue enterrada con un impresionante ajuar funerario y ante la cual los investigadores se plantean si estas mujeres argáricas gobernaron por derecho propio o si no dejaba de ser algo simbólico. Si hubiera sido un hombre, ¿hubiera habido alguna duda sobre su autoridad?
Por poner otro tipo de ejemplo, tenemos el caso de cuando se tomó la decisión de recrear únicamente el cráneo del hombre de Cromagnon, a pesar de haber encontrado también el cráneo de una mujer y, por tanto, no tener una recreación de cómo debió ser aquella mujer, considerada primera Homo Sapiens europea [PORQUE PARA QUÉ ¿NO?].
O, también, como el caso del «chico» de la Gran Dolina de Atapuerca, que era en realidad una chica [LOL]. Pero ante el desconocimiento, a pesar de haber un 50% de posibilidades, se catalogó como varón, utilizando, como siempre en un mundo androcéntrico, al hombre como elemento neutro [QUE BAJE DIOS Y LO VEA SI ES QUE AQUÍ HAY ALGO CIENTÍFICO. ¿OS LO IMAGINÁIS AL REVÉS?].
Marga Sánchez Romero, fundadora junto a otras arqueólogas del proyecto PastWomen (que tiene como objetivo visibilizar a las mujeres del pasado), siempre cuenta que, cuando en sus conferencias muestra una imagen en la que se representa a una madre con su bebé pintando la Cueva de Altamira, siempre surge la pregunta: “¿cómo sabes que fue una mujer la que pintó la cueva?”. Pregunta a la que ella siempre responde, “¿y cómo sabes tú que fue un hombre?”
Adicionalmente a lo que acabamos de explicar, es decir, el trato que se ha dado a las mujeres a la hora de estudiar el registro arqueológico e interpretar nuestro pasado o sobre la elección de qué imágenes se deciden recrear, otro tema muy revelador sobre cómo se ha estudiado [O NO] el papel de las mujeres en el pasado es el análisis del arte paleolítico. En concreto, la interpretación de las llamadas “diosas madres” [TEMAZO].
El arte paleolítico superior (entre hace unos 40.000 y 10.000 años antes del presente) es un legado valiosísimo para desentrañar los orígenes del pensamiento humano.
Destacan los hallazgos de un gran número de estatuillas femeninas que han ido apareciendo desde la segunda mitad del siglo XIX. Un patrimonio que, según la Dra. Martínez Pulido, “compone la categoría principal de representaciones humanas de arte mueble paleolítico” (transportable).
Se ha especulado mucho sobre los significados y usos de estas estatuillas, interpretándolas bajo un marcado sesgo androcéntrico.
Inicialmente recibieron el nombre de “Venus” paleolíticas, ya que se pensó que tenían una función erótica al servicio de la mirada masculina, asumiendo, ya de paso, que las tallas habían sido elaboradas por los miembros varones del grupo.
Entre finales del S. XIX y principios del XX, se las pasa a denominar diosas-madre, asociándolas a una especie de culto a la fertilidad, la reproducción y la abundancia.
También se ha sugerido que estas estatuillas fueron unidades económicas de cambio, usadas como símbolo de alianza entre grupos, cuyo fin último era el intercambio de mujeres en sí. Teoría sexista donde las haya, sorprendentemente [O NO], que se sigue publicando hoy en día en algunos libros de prehistoria.
Lo que sí se sabe con certeza es que las estatuillas de mujeres paleolíticas no presentan un aspecto homogéneo, sino que simbolizan a una rica variedad de formatos de mujeres: embarazadas, no embarazadas, jóvenes adolescentes, maduras y ancianas, obesas y delgadas, de pie, agachadas o acostadas, algunas con el rostro detallado, otras sin él, etc.
Por tanto, según la antropóloga Patricia Rice, es el sexo femenino en general y no la fertilidad en exclusiva lo que simbólicamente se reconoce o se enaltece.
De hecho, Martínez Pulido explica que la elevada proporción de representaciones femeninas frente a las masculinas (en torno a las 200 tallas femeninas frente a “sumamente escasas” de varones), hace que la comunidad científica admita que “durante el paleolítico superior lo frecuente era representar al género humano a través de figuraciones de femeninas”, lo que contribuye a desmontar que la centralidad masculina es o ha sido natural o universal.
Por otra parte, cabe preguntarse si la pertenencia común al sexo femenino supone un criterio suficiente para catalogar a estas heterogéneas figurillas dentro de un único grupo.
El dato fascinante que revela la arqueología es que hace unos 35.000 años y durante un periodo aproximado de 15.000 años, las mujeres podían haber ostentado un papel importante en las sociedades del pasado.
Los nuevos datos señalan que las pequeñas tallas tuvieron unos significados mucho más amplios y ricos que los imaginados y solo hacen que debilitar las interpretaciones estereotipadas.
En definitiva, la necesidad de una arqueología y antropología con enfoque feminista permite orientar el papel de las mujeres en la historia de manera más rigurosa, deshaciéndonos de esa dañina mirada androcéntrica.
Bibliografía:
Hernando Gonzalo, A. (2005). «Mujeres y prehistoria: en torno a la cuestión del origen del patriarcado», en Sánchez Romero, M. (coord.): Arqueología y género. Granada: Universidad de Granada, pp. 73-108.
Lerner, G. (2018). La creación del patriarcado. Pamplona: Katakrak Liburuak.
Sanahuja Yll, M. E. (2002). Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria. Madrid: Cátedra.
Sánchez Romero, M. (2019). “La construcción de los discursos sobre las mujeres en el pasado: las aportaciones de la arqueología feminista”, Paradigma (22), pp. 92-95.
Carolina Martínez Pulido. (2018). El papel de las mujeres en la evolución humana. Ed. Santillana.
Françoise Heritier. (2007). Masculino/femenino II. Disolver la diferencia. Ed. Fondo de cultura económica.
Mujer real, mujer heroizada (Museo Arqueológico Nacional): http://www.man.es/man/exposicion/recorridos-tematicos/museo-femenino/9-dama-baza.html
PastWomen: https://www.pastwomen.net/
[1] Término únicamente entendido en el contexto antropológico [NO VAYÁIS USÁNDOLO POR AHÍ, QUE YA OS VEO].